Domingo de Revolución: intimidad vigilada y deseo en La Habana – reseña
Wendy Guerra firma un libro de cámara, donde la vida cultural habanera se filtra por una voz íntima que discute el precio de escribir bajo observación.

Domingo de Revolución
¿Puede una historia de amor sostenerse cuando el Estado actúa como lector no invitado? Domingo de Revolución coloca esa pregunta en el centro: una narradora que escribe, ama y negocia su lugar en una ciudad que la cobija y la espía. La novela vuelve a leerse con nitidez en tiempos de hipervigilancia: el texto funciona como un cuaderno de señales, una bitácora de hallazgos y sospechas. Guerra apuesta por la cercanía del diario para hablar de libertad creativa, miedo cotidiano y pequeños gestos de resistencia.
Lo que nos gustó
- Voz diarística de gran proximidad que alterna escenas vívidas con apuntes reflexivos, sin solemnidad y con ironía medida.
- Construcción sensorial de La Habana como personaje: ritmos, silencios, calor, burocracia y calles que condicionan las decisiones íntimas.
- Tensión ética sostenida entre la necesidad de decir y el costo social de hacerlo, que interpela al lector sin sermonear.
Lo que no nos gustó
- Estructura fragmentaria que por momentos diluye la progresión dramática y exige un lector dispuesto a llenar huecos.
- Reiteraciones metatextuales sobre vigilancia y creación que pueden sentirse circulares en el tramo medio.
- Secundarios masculinos menos perfilados, cuya función a veces es instrumental frente al magnetismo de la narradora.
Conclusión
Esta obra es para lectores que disfrutan el pulso del cuaderno, la ciudad como atmósfera y la política en minúsculas: decisiones, miedos, lealtades. No convencerá a quienes busquen un argumento cerrado, giros de thriller o respuestas totales. La pregunta que deja rondando no es menor: ¿qué significa escribir —y amar— cuando el espacio privado se vuelve poroso? Guerra sugiere que el estilo también es una forma de defensa, y que a veces la literatura es la única habitación con pestillo.
Comentario adicional
Domingo de Revolución dialoga con una tradición cubana donde la ciudad es escenario y conciencia: más que el mosaico exuberante de Cabrera Infante o el mapa moral de Padura, aquí la cartografía es doméstica, corporal, mínima. Guerra se alinea con la autoficción latinoamericana que explora el yo bajo presión histórica, pero evita el exhibicionismo: lo biográfico importa sólo en la medida en que tensiona la escritura. Hay un subtexto persistente sobre la lectura como acto político: quién lee, cómo se lee y para qué. La vigilancia no aparece como monstruo abstracto, sino como ruido de fondo que modula el deseo y la amistad; esa elección estética explica la recepción dividida entre quienes celebran la lucidez íntima y quienes sospechan de un narcisismo de época.